martes, 14 de julio de 2009

El final


El final de un libro está anunciado por la cantidad de páginas que restan leer. A medida que lo que queda disminuye de tamaño uno tiene la certeza de que la aventura va acabando. Es cierto que no sabe cómo el autor va a resolver la última parte de la trama, pero el lector sí sabe que se aproxima el momento en que la historia concluye. Esto es inexorable. El conocimiento y el final. Esto hace que la ansiedad por llegar hasta el último punto, (ya sea que queramos retrasarlo o apurarlo) esté presente en esas últimas páginas como una gota a punto de caer.
En una obra de teatro o en una película podemos tener una idea aproximada, por el orden y tensión de los acontecimientos, de cuándo, -dramáticamente hablando-, es el momento del fin, aunque no tengamos con qué cotejarlo. Aunque no haya páginas para medirlo. Sin embargo, puede ocurrir que estemos esperando el final, viendo la escena que creemos la última y que esto no suceda. Nos enfrentamos así al terrible momento en que nos damos cuenta de que todavía quedaba algo que el autor o el director estaban reservándose para decirnos. Creemos que la historia va a cerrar, que la intriga se va a resolver, que ya se dijo todo, que el climax fue suficiente, y nos encontramos con que esto no pasa. Como si el autor o el director no hubieran podido prescindir de nada y uno siente, en la butaca, que el final se hace desear, que no llega nunca, que pesa como un yunque inexplicable. Tal vez aquellos no escucharon la máxima que dice que, en general, más es menos. Lo cual es muy común en el teatro (aunque no solo en él.) Pero la dificultad que se nos presenta es diferente. Un libro podemos dejarlo y retomarlo en cualquier momento. O no hacerlo nunca. No hay nadie detrás de la hoja no leída. Levantarse de la butaca poco antes de finalizar una obra ya es más difícil. Deberemos soportar lo que quede con estoicismo si no queremos tener la mirada de los actores en la nuca por el resto de nuestras vidas. En el cine, si llegamos hasta ese punto, probablemente nos quedemos. La realidad es que, en el teatro, la certeza del momento final no se tiene con total seguridad nunca, hasta que sucede.
En la vida la cosa es más o menos parecida. El final puede llegar de muchas maneras: súbitas, alargadas y todo el abanico que cubre la longitud de tiempo entre estas. En las primeras tenemos el paro cardiorrespiratorio sin aviso, el aneurisma que provoca la muerte casi de manera instantánea, ciertas formas de veneno o drogas, o accidentes fatales. En estos casos podemos estar preparados o no, verla acechando como paranoicos en cualquier esquina, o encontrarnos con ella cuando estamos desprevenidos. Como sea el momento llega sin aviso. Una muerte cerebral puede ser instantánea si se trata de un accidente cerebro vascular en que la conciencia se pierde en un instante. De pronto el cerebro se apagó, como si se hubiera desconectado una llave. No queda un espacio de tiempo entre el momento de la muerte cerebral y nuestra comprensión del hecho.
A la inversa puede ser si lo que muere primero es el corazón. En ese caso me pregunto si queda un instante de lucidez entre el momento en que el corazón se detiene y el que el cerebro recibe la información. Mientras el oxígeno y la sangre sigan circulando, por efecto de la inercia, podría haber unos instantes en que tomamos conciencia de nuestra propia muerte. (Si nos dejan y no nos drogan, claro está.) Por eso es posible que la muerte cerebral inconciente, como en el caso de intoxicación por sobredosis o alcohol, sea más “dulce” en el sentido de que no somos concientes de la propia muerte. El fin llega sin el terror del final.

1 comentario:

Anahí Flores dijo...

En relación al fin de los libros, justo hoy me encuentro leyendo en cuentagotas las últimas páginas de un libro de Saramago. Quizás así hago que dure más.

Igual también, claro, el libro sigue vivo en nosotros (gran consuelo para otros tipos de muerte).

Saludos.
Anahí