Juana
Sentada en el inodoro, con todos los medios afuera, Juana se sacó la sandalia plateada. No soportaba la uña del dedo chico apiñada contra el costado, clavándose contra el anular, el del pie, pero anular al fin. Las tiras de la sandalia de diseño, demasiado ajustadas para el diseño de su pie, ocultaban a medias los dedos apiñados. Pero al cabo de varias horas de estar parada sobre los tacos de quince centímetros, la tortura le había ido marcando los surcos maxo faciales. Mientras masajeaba los dedos, Juana trató de evitar que la uña de la mano se interpusiera en el masaje; con los dedos largos y fuertes frotó y frotó para que el dolor pasara. Pero no era tan fácil: el tiempo parada había excedido el límite de su resistencia y tendría que hacer un esfuerzo extra de control mental para que el maldito dolor no le invadiera el estreno.
Fue entonces cuando el sobre plateado bordado en canutillo y roca empezó a vibrar; justo en medio de la micción, en medio del masaje. Era Ita que le ordenaba se apurara. Dejó todo de inmediato, la micción y el masaje, y volvió a calzarse la sandalia. En el trámite de levantarse la pollera larga sin perder la capa interna de tul de algodón, y la carterita que no quería dejar en el piso,- con el diminuto celular que se le escurría entre los dedos y las uñas, las de las manos, enganchadas en los bordes de las teclas-, lo que goteaba, se desvió unos centímetros y fue a parar al borde de la biquini de encaje rojo que acababa de estrenar. Contra la envidia. Práctica habitual. Envidia de los compañeros de taller, de los viejos actores sin trabajo, de los antiguos militantes del sindicato, que actuaban de resignados pero no podían ocultar el tufillo a resentido que exudaban sus camisas demodé; amuleto contra los chimenteros, que esperaban en el hall que alguien dijera algo sobre su pasado y le arruinaran la fiesta; amuleto contra sus propias desgracias.
Mojada, salpicada, la cábala se arruinó por ese instante en que el telefonito insistía en interrumpir su momento privado. Parecía que el talismán se quizo volver contra ella. Ahora estaba mojado de orina; Juana detuvo los miles de movimientos para ordenarse y miró de frente la puerta del diminuto baño. Una enorme verga la esperaba; gotas salían y caían en unos labios muy rolingas justo a la altura de sus ojos. Hizo fuerza para mantener el traste en equilibrio, en el aire, para no apoyarse en el inodoro. En este caso olía bien, pero ella nunca se sentaba, por principio. Por miedo también a las enfermedades, a las infecciones, a las pestes de cualquier color.
El teléfono volvió a vibrar. “Aparecé ya.”, insistía Ita en su mensaje de texto. Simón la esperaba en el hall hablando con el productor ejecutivo y con unos periodistas. Juana suplicaba que el talismán siguiera sirviendo ahora que estaba mojado. Se apuró. Buscó papel. Lo apoyó sobre el encaje, presionó, esperó, volvió a presionar, miró, soltó el aire. Tiró el papel. Molesta, se subió la biquini como pudo, pero empezó a sentir una corredera húmeda que le recorría la pierna y hundió el estómago en un intento por evitar la repulsión que se había amplificado muchísimo en su subjetividad. Otro pedazo de papel, buscó, secó, puteó, tiró. Decidió lavarla. Con la carterita sostenida por los dientes, se sacó la biquini, dejó caer la larga pollera de seda que acarició sus piernas y salió del cubil como huyendo de un campo de batalla.
Escapó hacia el agua que todo limpia y purifica y se zambulló para exorcizar el orín que parecía no querer ser limpiado. Fregó y fregó, con jabón, hizo espuma, mojó y pasó una mano sobre la otra en un fideo fino interminable, en una cobra que se sigue la cola, una mano detrás de otra. Frotó la bombacha como si quisiera que todo fuera jabón. Hasta que las manos se volvieron tan rojas como el encaje. El celular vibró pero, esta vez, sonó.
-Mi amor, el proyectorista no espera. ¿Qué pasa?
-Ahora voy, tuve un problema. Un segundo nada más.
Se vio como si estuviera ella misma en una película de acción, lavándose las manos en una escena de huída con música frenética y paró. Se miró a los ojos hasta descubrir el centro del iris dilatado. Sacudió el agua de las manos, escurrió la bombacha y encendió el secador de manos. La cara le brillaba y pequeñas gotas de sudor le marcaban el bozo. El calor del aparato la estaba matando, decidió ponérsela así nomás. Se subía la bombacha húmeda cuando entró una señora de sombrero y cuello negro grafito. Se quedó mirándola como si fuera una inspectora de acciones físicas y luego entró a uno de los cubículos mascullando. Juana bufó, agarró la carterita de canutillos y roca, se pasó el cisne por la cara para apagar las gotas que brillaban como faroles de mil y salió al hall. Simón le clavó la vista con la sonrisa abierta pero la enorme mano que le tendía, la apuntaba.
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